(......)Normalmente, cuando se cuestiona la creencia generalizada de que el sistema económico y político actual es el único viable, la primera reacción suele ser exigir un minucioso anteproyecto arquitectónico sobre el funcionamiento del sistema alternativo con todo lujo de detalles sobre la naturaleza de sus instrumentos financieros, fuentes de energía y políticas de mantenimiento de alcantarillado.
Después, probablemente pedirán un programa detallado que describa cómo llevar dicho sistema a la práctica. Desde una perspectiva histórica, esto es ridículo. ¿Cuándo se ha producido un cambio social siguiendo un diseño predeterminado? Es como si creyéramos que, en la Florencia renacentista, un pequeño círculo de visionarios concibió algo llamado “capitalismo” y planeó al detalle el funcionamiento del mercado bursátil y las fábricas para, a continuación, elaborar un programa con el que hacer de esta visión una realidad. De hecho, la idea es tan absurda que podríamos preguntarnos cómo hemos llegado a la conclusión imaginaria de que todo cambio empieza de esta manera.
Esto no quiere decir que las visiones utópicas, ni los anteproyectos, sean algo malo, sólo que deben mantenerse en su lugar. El teórico Michael Albert ha propuesto un plan detallado sobre cómo funcionaría una economía moderna sin dinero, partiendo de una base democrática y participativa. Me parece un logro importante, no porque crea que este modelo exacto vaya a instituirse tal y cómo lo describe, sino porque hace imposible decir que un proyecto así resulta inconcebible. En cualquier caso, estos modelos son tan sólo experimentos intelectuales. En realidad, no podemos concebir los problemas que surgirán al comenzar a construir una sociedad libre. Puede que los obstáculos que ahora nos parecen más insorteables se queden en nada, mientras que otros que jamás se nos hubieran ocurrido podrían suponer un problema endemoniado. La cantidad de factores imprevisibles es innumerable.
El más evidente es la tecnología. Éste es el motivo por el que es tan absurdo imaginarse a un grupo de activistas en la Italia del Renacimiento diseñando un modelo de mercado bursátil o un entramado industrial. Lo que acabó ocurriendo estuvo basado en una serie de tecnologías que jamás podrían haber anticipado pero que, en parte, sólo emergieron porque la sociedad comenzó a moverse en una dirección determinada. Quizás por ello, muchas de las visiones más convincentes de una sociedad anarquista han sido plasmadas por escritores de ciencia ficción, entre ellos, Ursula K. Le Guin, Starhawk, Kim Stanley Robinson.
En un mundo ficticio por lo menos se admite que el aspecto tecnológico es pura especulación.
Personalmente, estoy menos interesado en determinar el tipo de sistema económico ideal para una sociedad libre que en crear los medios necesarios para que las personas puedan tomar esas decisiones por sí mismas. ¿Cómo se manifestaría exactamente una revolución del sentido común? No lo sé, pero se me ocurren varias ideas convencionales que, sin duda, necesitarían reevaluarse si realmente pretendemos crear algún tipo de sociedad libre viable. Una de ellas es la naturaleza del dinero y la deuda, que ya he analizado en detalle en un libro reciente. He llegado incluso a proponer un jubileo de la deuda, una cancelación general, en parte para ilustrar que el dinero no es nada más que un producto humano, una serie de promesas que, dada su naturaleza, siempre puede ser renegociada.
Igualmente, creo que el concepto de trabajo también tendría que ser reevaluado. Someterse a la disciplina laboral –la supervisión, el control, e incluso el autocontrol del trabajador autónomo con ambiciones– no nos hace mejor persona. De hecho, es probable que nos haga “peor persona” en los aspectos realmente importantes. Verse sometido a ello es una mala suerte que, en el mejor de los casos, resulta ocasionalmente necesaria. Pero sólo cuando rechacemos la idea de que el trabajo es una virtud en sí, podremos empezar a preguntarnos qué virtudes tiene. La respuesta es evidente: el trabajo es virtuoso cuando sirve para ayudar al prójimo. Replantearnos la definición de la productividad haría más fácil redefinir el concepto mismo del trabajo dado que, entre otras cosas, el desarrollo tecnológico ya no estaría dirigido sólo a la creación de más productos de consumo o a una mano de obra cada vez más disciplinada, sino a eliminar tales formas de trabajo por completo.
Lo que nos quedaría serían trabajos que sólo pueden ser realizados por seres humanos, esas labores de asistencia y cuidado especialmente afectadas por la crisis y que originaron el movimiento Occupy Wall Street. ¿Qué ocurriría si dejáramos de comportarnos como si el modelo primordial del trabajo fuera laborar en una fábrica, un campo de trigo, una fundición de hierro o incluso en un cubículo en una oficina y, en su lugar, partiéramos del modelo de una madre, una profesora o una enfermera? Puede que nos obligue a concluir que el auténtico propósito de la vida humana no es contribuir a algo llamado “la economía” (un concepto que ni siquiera existía hace trescientos años), sino el hecho de que todos somos, y siempre hemos sido, proyectos de creación mutua.
De momento, la necesidad más urgente sería, probablemente, ralentizar la maquinaria productiva. Puede que suene extraño dado que nuestra reacción automática a una crisis es suponer que la solución radica en que todos trabajemos más, aunque por supuesto, éste es precisamente el tipo de reacción que provoca el problema. Pero considerando cómo está el mundo, la conclusión es obvia. Parece que nos enfrentamos a dos problemas insolubles. Por una parte, hemos sido testigos de una serie interminable de crisis de deuda global, cuya severidad ha ido en aumento desde los setenta y que ha llevado a que la cantidad acumulada de deuda, ya sea soberana, municipal, corporativa o personal, resulte evidentemente insostenible. Por otra, estamos sumidos en una crisis ecológica, un proceso implacable de cambio climático que amenaza al planeta con inundaciones, sequías, caos, hambruna y guerra.
En principio, puede parecer que las dos partes no estén relacionadas pero, en el fondo, son lo mismo. ¿Qué es la deuda sino la promesa de una productividad futura? Cuando decimos que el nivel de deuda global va en aumento, estamos diciendo que, como colectivo, los seres humanos prometemos producir una cantidad aún mayor de bienes y servicios en el futuro de la que producimos hoy en día. Pero incluso los niveles actuales son claramente insostenibles. Eso es precisamente lo que está destruyendo el planeta a velocidad cada vez más mayor.
Hasta los mismos líderes mundiales empiezan a concluir de manera reacia que algún tipo de cancelación masiva de la deuda, algún tipo de jubileo, es inevitable. El auténtico conflicto político se desarrollará en torno a cómo se hará. ¿No es más lógico resolver ambos problemas a la vez? ¿Por qué no realizar una quita de la deuda mundial tan amplia como sea prácticamente posible, seguida de una reducción masiva del horario laboral a, por ejemplo, una jornada de cuatro horas o unas vacaciones garantizadas de cinco meses? Dado que la población no pasaría todas sus nuevas horas libres de brazos cruzados, una medida así no sólo salvaría al planeta sino que quizás empezaría a cambiar nuestras concepciones básicas sobre qué significa un trabajo que crea valor.
Occupy hizo bien en no realizar demandas concretas, pero si yo tuviera que formular una, sería ésa. A fin de cuentas, supondría un ataque a los preceptos más arraigados de la ideología dominante. La moralidad de la deuda y la moralidad del trabajo son las dos armas ideológicas más poderosas que manejan los dirigentes del sistema actual. Por eso se aferran a ellas incluso al tiempo que destruyen todo lo demás.También es el motivo por el que la cancelación de la deuda sería la demanda revolucionaria perfecta.
Puede que todo esto parezca muy distante. En estos momentos, da la impresión de que a nuestro planeta le aguarda una serie de catástrofes sin precedente y no el tipo de transformaciones morales y políticas que abrirían el camino hacia un mundo distinto. Pero la única posibilidad que nos queda para evitar tales catástrofes es cambiar nuestra manera acostumbrada de pensar. Si algo han evidenciado los eventos del 2011, es que la era de las revoluciones no ha acabado ni mucho menos. La imaginación humana se niega obstinadamente a morir. Y la historia nos demuestra que, cuando una cantidad significantiva de personas se libera simultáneamente de las ataduras impuestas sobre su imaginación colectiva, hasta nuestros supuestos más inculcados sobre qué es y qué no es políticamente posible pueden derrumbarse de la noche a la mañana.
Después, probablemente pedirán un programa detallado que describa cómo llevar dicho sistema a la práctica. Desde una perspectiva histórica, esto es ridículo. ¿Cuándo se ha producido un cambio social siguiendo un diseño predeterminado? Es como si creyéramos que, en la Florencia renacentista, un pequeño círculo de visionarios concibió algo llamado “capitalismo” y planeó al detalle el funcionamiento del mercado bursátil y las fábricas para, a continuación, elaborar un programa con el que hacer de esta visión una realidad. De hecho, la idea es tan absurda que podríamos preguntarnos cómo hemos llegado a la conclusión imaginaria de que todo cambio empieza de esta manera.
Esto no quiere decir que las visiones utópicas, ni los anteproyectos, sean algo malo, sólo que deben mantenerse en su lugar. El teórico Michael Albert ha propuesto un plan detallado sobre cómo funcionaría una economía moderna sin dinero, partiendo de una base democrática y participativa. Me parece un logro importante, no porque crea que este modelo exacto vaya a instituirse tal y cómo lo describe, sino porque hace imposible decir que un proyecto así resulta inconcebible. En cualquier caso, estos modelos son tan sólo experimentos intelectuales. En realidad, no podemos concebir los problemas que surgirán al comenzar a construir una sociedad libre. Puede que los obstáculos que ahora nos parecen más insorteables se queden en nada, mientras que otros que jamás se nos hubieran ocurrido podrían suponer un problema endemoniado. La cantidad de factores imprevisibles es innumerable.
El más evidente es la tecnología. Éste es el motivo por el que es tan absurdo imaginarse a un grupo de activistas en la Italia del Renacimiento diseñando un modelo de mercado bursátil o un entramado industrial. Lo que acabó ocurriendo estuvo basado en una serie de tecnologías que jamás podrían haber anticipado pero que, en parte, sólo emergieron porque la sociedad comenzó a moverse en una dirección determinada. Quizás por ello, muchas de las visiones más convincentes de una sociedad anarquista han sido plasmadas por escritores de ciencia ficción, entre ellos, Ursula K. Le Guin, Starhawk, Kim Stanley Robinson.
En un mundo ficticio por lo menos se admite que el aspecto tecnológico es pura especulación.
Personalmente, estoy menos interesado en determinar el tipo de sistema económico ideal para una sociedad libre que en crear los medios necesarios para que las personas puedan tomar esas decisiones por sí mismas. ¿Cómo se manifestaría exactamente una revolución del sentido común? No lo sé, pero se me ocurren varias ideas convencionales que, sin duda, necesitarían reevaluarse si realmente pretendemos crear algún tipo de sociedad libre viable. Una de ellas es la naturaleza del dinero y la deuda, que ya he analizado en detalle en un libro reciente. He llegado incluso a proponer un jubileo de la deuda, una cancelación general, en parte para ilustrar que el dinero no es nada más que un producto humano, una serie de promesas que, dada su naturaleza, siempre puede ser renegociada.
Igualmente, creo que el concepto de trabajo también tendría que ser reevaluado. Someterse a la disciplina laboral –la supervisión, el control, e incluso el autocontrol del trabajador autónomo con ambiciones– no nos hace mejor persona. De hecho, es probable que nos haga “peor persona” en los aspectos realmente importantes. Verse sometido a ello es una mala suerte que, en el mejor de los casos, resulta ocasionalmente necesaria. Pero sólo cuando rechacemos la idea de que el trabajo es una virtud en sí, podremos empezar a preguntarnos qué virtudes tiene. La respuesta es evidente: el trabajo es virtuoso cuando sirve para ayudar al prójimo. Replantearnos la definición de la productividad haría más fácil redefinir el concepto mismo del trabajo dado que, entre otras cosas, el desarrollo tecnológico ya no estaría dirigido sólo a la creación de más productos de consumo o a una mano de obra cada vez más disciplinada, sino a eliminar tales formas de trabajo por completo.
Lo que nos quedaría serían trabajos que sólo pueden ser realizados por seres humanos, esas labores de asistencia y cuidado especialmente afectadas por la crisis y que originaron el movimiento Occupy Wall Street. ¿Qué ocurriría si dejáramos de comportarnos como si el modelo primordial del trabajo fuera laborar en una fábrica, un campo de trigo, una fundición de hierro o incluso en un cubículo en una oficina y, en su lugar, partiéramos del modelo de una madre, una profesora o una enfermera? Puede que nos obligue a concluir que el auténtico propósito de la vida humana no es contribuir a algo llamado “la economía” (un concepto que ni siquiera existía hace trescientos años), sino el hecho de que todos somos, y siempre hemos sido, proyectos de creación mutua.
De momento, la necesidad más urgente sería, probablemente, ralentizar la maquinaria productiva. Puede que suene extraño dado que nuestra reacción automática a una crisis es suponer que la solución radica en que todos trabajemos más, aunque por supuesto, éste es precisamente el tipo de reacción que provoca el problema. Pero considerando cómo está el mundo, la conclusión es obvia. Parece que nos enfrentamos a dos problemas insolubles. Por una parte, hemos sido testigos de una serie interminable de crisis de deuda global, cuya severidad ha ido en aumento desde los setenta y que ha llevado a que la cantidad acumulada de deuda, ya sea soberana, municipal, corporativa o personal, resulte evidentemente insostenible. Por otra, estamos sumidos en una crisis ecológica, un proceso implacable de cambio climático que amenaza al planeta con inundaciones, sequías, caos, hambruna y guerra.
En principio, puede parecer que las dos partes no estén relacionadas pero, en el fondo, son lo mismo. ¿Qué es la deuda sino la promesa de una productividad futura? Cuando decimos que el nivel de deuda global va en aumento, estamos diciendo que, como colectivo, los seres humanos prometemos producir una cantidad aún mayor de bienes y servicios en el futuro de la que producimos hoy en día. Pero incluso los niveles actuales son claramente insostenibles. Eso es precisamente lo que está destruyendo el planeta a velocidad cada vez más mayor.
Hasta los mismos líderes mundiales empiezan a concluir de manera reacia que algún tipo de cancelación masiva de la deuda, algún tipo de jubileo, es inevitable. El auténtico conflicto político se desarrollará en torno a cómo se hará. ¿No es más lógico resolver ambos problemas a la vez? ¿Por qué no realizar una quita de la deuda mundial tan amplia como sea prácticamente posible, seguida de una reducción masiva del horario laboral a, por ejemplo, una jornada de cuatro horas o unas vacaciones garantizadas de cinco meses? Dado que la población no pasaría todas sus nuevas horas libres de brazos cruzados, una medida así no sólo salvaría al planeta sino que quizás empezaría a cambiar nuestras concepciones básicas sobre qué significa un trabajo que crea valor.
Occupy hizo bien en no realizar demandas concretas, pero si yo tuviera que formular una, sería ésa. A fin de cuentas, supondría un ataque a los preceptos más arraigados de la ideología dominante. La moralidad de la deuda y la moralidad del trabajo son las dos armas ideológicas más poderosas que manejan los dirigentes del sistema actual. Por eso se aferran a ellas incluso al tiempo que destruyen todo lo demás.También es el motivo por el que la cancelación de la deuda sería la demanda revolucionaria perfecta.
Puede que todo esto parezca muy distante. En estos momentos, da la impresión de que a nuestro planeta le aguarda una serie de catástrofes sin precedente y no el tipo de transformaciones morales y políticas que abrirían el camino hacia un mundo distinto. Pero la única posibilidad que nos queda para evitar tales catástrofes es cambiar nuestra manera acostumbrada de pensar. Si algo han evidenciado los eventos del 2011, es que la era de las revoluciones no ha acabado ni mucho menos. La imaginación humana se niega obstinadamente a morir. Y la historia nos demuestra que, cuando una cantidad significantiva de personas se libera simultáneamente de las ataduras impuestas sobre su imaginación colectiva, hasta nuestros supuestos más inculcados sobre qué es y qué no es políticamente posible pueden derrumbarse de la noche a la mañana.
Este artículo es un fragmento de The Democracy Project: A History, a Crisis, a Movement, de David Graeber. Traducido con permiso del autor.
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