No voy a consultar archivos ni a revolver los papeles que duermen en algún baúl desde hace
un cuarto de siglo. Un día u otro habrá que hacerlo, para hablar de Simón Radowitzky desde
el punto de vista de la historia. Durante veinte años su nombre ha sido un símbolo para los
trabajadores de América del Sur, especialmente, como es natural, para los argentinos, que
se agitaron muchas veces para obtener su liberación del presidio de Ushuaia, adonde había
sido enviado aún adolescente, y donde vio perderse, entre persecuciones mezquinas y con la
única perspectiva de la locura o la muerte, los años mejores de su vida. Habrá que ojear la
colección de “La Protesta” y de su Suplemento para reconstruir la historia de esos años,
releer esas cartas conmovedoras que el preso, muy de tarde en tarde, conseguía hacer llegar
a sus compañeros libres y activos en Buenos Aires y delinear sobre estas bases, para los
jóvenes, su recia figura de militante. Hoy, bajo la penosa impresión de su muerte, prefiero
dejar hablar a mis recuerdos.
Liberado del presidio en 1930 por la presión de las manifestaciones populares que se
sucedían en su favor y que parecían, en la Argentina, la continuación de las que habían
sacudido la América entera en un estéril esfuerzo por salvar la vida de Sacco y Vanzetti, fue
inmediatamente expulsado y, conforme a la tradición de ambos países platenses, embarcado
para el Uruguay. Yo también, en ese entonces, era aquí una “recién llegada” y estaba
tratando, con mis padres, de superar lo más rápidamente posible el periodo, ineludible, de
aclimatación espiritual. Simón vino a vernos con unos compañeros en los primeros días de su
estancia en Montevideo. Y enseguida fuimos amigos.
Era un alma sencilla y sincera, sin complicaciones ni “complejos”, que salía del infierno con la
misma profunda honestidad y con el mismo amor confiado por sus semejantes con que había
entrado en él: un alma milagrosamente invulnerable. “Simón, un niño grande”, decían los
compañeros que no podían explicarse de otro modo esa confianza en la vida de quien había
pasado por las más horrorosas experiencias. A mí me parecía en cambio el resultado de una
fuerza interior, madurada en el sufrimiento, que había luchado para devolver intacto a la
gran familia de los que luchan por la libertad un espíritu de veinte años en un cuerpo de
cuarenta, prematuramente envejecido por los padecimientos. No se debía esa confianza
juvenil a las ilusiones de la ingenuidad, sino al optimismo sereno del “hombre de buena
voluntad”. Si los peores delincuentes, en Ushuaia, se tragaban en su presencia las palabras
soeces, no lo hacían por compasión hacia el niño, sino por respeto hacia el hombre.
Después de tantos años de frío, de nieve, de hielo, era agradable para él tenderse al sol en
una de estas hermosas playas de Uruguay. Hablaba de sus penas de presidiario para
contestar las insistentes preguntas de los compañeros y de los numerosos amigos que su
patética fama le había procurado. Pero, si se le dejaba la iniciativa de la conversación,
preguntaba y preguntaba. Debía compensar más de veinte años de ausencia de la vida
común de los hombres; cuando lo mandaron a presidio no había tranvías y las mujeres
ocultaban enteramente sus zapatos bajo amplias y largas faldas; ahora todo había
cambiado: la vida política, el trabajo, las relaciones humanas, el paisaje. Debajo de una
frente ya arrugada, dos ojos jóvenes miraban la vida con perpetuo y siempre renovado
asombro y al mismo tiempo con la seguridad de quien tiene un criterio moral formado y no
está dispuesto a dejarse influir, en este terreno, por los más inesperados descubrimientos.
Trabajaba, y con los primeros pesos ganados compró regalos: regalitos modestos pero de
buen gusto que no se comprendía cómo hubiera podido adquirir, para amigos e hijos de
amigos. Yo, que había recibido una hermosa cartera, me creí obligada a reprocharle esas
prodigalidades. Me miró sinceramente dolorido y me dijo en voz baja e intensa: “¡Hace
tantos años que no experimentaba el placer de regalar algo!”. Y quedó triste, porque le había
estropeado ese placer. Ahora, mirando su figura en el recuerdo, me parece que su rasgo
típico era la gentileza, aquella gentileza profunda hecha de amor a los hombres y de
escrupulosidad moral y de pudor íntimo, gentileza que se traduce generalmente en una
natural cortesía pero puede expresarse en brusquedad en cuanto la sensibilidad moral llegue
a ser tocada.
De su vida de militante en el Uruguay otros pueden hablar con mayores conocimientos y más
orden y espero que lo hagan. Yo puedo mencionar algunos momentos de ella y en primer
término su actitud frente a la dictadura argentina de Uriburu, que se instaló en la vecina
orilla a través de un golpe de Estado militar, al poco tiempo de estar Simón entre nosotros.
Fue desde el comienzo una actitud de acción directa. Se había sabido que, en un barco
italiano en viaje hacia Europa, el gobierno argentino había embarcado a algunos militantes
de izquierda europeos con destino a su país de origen (todavía no había caído Primo de
Rivera en España y el fascismo estaba en su apogeo en Italia). Se había sabido también que
el hecho inaudito de violación del derecho de asilo se repetiría en los sucesivos viajes
trasatlánticos. Demasiado tarde ya para salvar a los deportados del primer envío, hubo que
improvisar algo en favor de los del segundo. Simón tomó la iniciativa más sencilla y eficaz:
en unas lanchas él y unos cuantos compañeros más rodearon el buque atracado en un
muelle del puerto y treparon a bordo, obligando al personal desprevenido a abrir los
camarotes cerrados con llave y a dejar salir y desembarcar a los detenidos. En los viajes
sucesivos esta tarea fue desempeñada, bajo la presión popular, por la misma policía
uruguaya; pero no hay duda de que esa firme e inesperada actitud de algunos individuos en
el primer momento tuvo una importancia decisiva para trazar la línea de conducta ulterior
del gobierno uruguayo. Montevideo dio asilo una vez más a miles de refugiados argentinos,
cuya presencia contribuyó a disipar cierta modorra. Se formó un “Comité contra los
dictadores de América” del que formaban parte argentinos, uruguayos, peruanos, bolivianos,
sin contar a los refugiados españoles e italianos en proceso de asimilación. En este ambiente
vivía y actuaba Simón Radowitzky, quien nunca dio señales de envanecerse por la celebridad
y la simpatía de que estaba rodeado su nombre, ni por la deferencia con que le trataban las
personalidades más conocidas de los grandes partidos, con algunas de las cuales mantuvo
vínculos de amistad personal; siempre y en todas partes afirmaba modesta pero firmemente
su calidad de anarquista.
Con esta firmeza suya se vincula otro recuerdo que tengo de él. En marzo de 1933 se reunió
en Montevideo un Congreso Antiguerrero latinoamericano, uno de los tantos que organizan
de vez en cuando los comunistas para las conveniencias de su propaganda. Eran los tiempos
de la guerra del Chaco y los compañeros uruguayos y argentinos decidieron intervenir para
reafirmar su posición antimilitarista y confrontar actitudes. Participábamos en representación
de centros, ateneos, sindicatos, más de treinta anarquistas, entre un número enormemente
mayor de comunistas y simpatizantes; había además dos jóvenes trotskistas (nunca vi
mayor soledad afrontada con tan frío valor). Estaban, entre los anarquistas, Simón, Cotelo,
mi padre, Lunazzi, Leval, Roqué, Fleitas, Ugo Fedeli (Treni en aquel entonces)… Algún día
habrá que contar ese congreso, que constituyó para mí y para muchos de los jóvenes de
aquel entonces una experiencia valiosa. Hoy quiero hablar sólo de Simón. Los organizadores
trataron de separarlo de nosotros por medio del aplauso dirigido que recibió constantemente
su nombre, no sólo por parte de los congresistas, sino también de las tribunas repletas de
incondicionales. En medio de atronadoras aprobaciones fue elegido miembro del “presidium
de honor” que se sentó en el escenario del teatro en el que se celebraba el congreso. Al
principio se resistió, mas luego le convencimos de que aceptara, para evitar los roces del
primer momento. Pero, después que los encargados de presentar las relaciones hubieron
terminado su cometido (los comunistas hablaron contra todos, sin mencionar casi el
problema de la guerra, mientras Leval, Roqué y Cotelo, que hablaban en nombre nuestro, se
ciñeron estrictamente al tema, con una documentación cuidadosamente recogida), fue inútil
reclamar el derecho a la discusión. El manifiesto final había sido preparado de antemano,
evidentemente lejos de aquí por quienes desconocían los problemas sudamericanos. A
nuestro primer intento de manifestar nuestra discrepancia, fuimos tratados con una
desconsideración tan insultante que, sin consultarnos previamente, nos levantamos para
retirarnos. Simón también se levantó, bajo del estrado en silencio y salió con nosotros. Su
presencia impidió acaso que el conflicto pasara de las palabras a los hechos, pero su actitud
firme frente a quienes acababan de rodearlo de una atmósfera de adulación contribuyó
también a abrir los ojos de muchos “compañeros de ruta”, algunos de los cuales salieron del
teatro con nosotros.
Me doy cuenta de haberme extendido más de la cuenta sin haber hablado aún de lo más
importante: la actividad que desarrolló Radowitzky aquí en el periodo más penoso de la
historia contemporánea uruguaya, el de la dictadura de Gabriel Terra, instaurada, a través 3
de un golpe de Estado, el 31 de marzo de 1933. Empezó entonces un trabajo de tipo
conspirativo, en el que generalmente los que no están ocupados en los mismos detalles
ignoran, aun viéndose a menudo, lo que hacen los demás. Sólo algo más tarde supe por qué
estuvimos un largo tiempo sin ver a Simón; estaba empeñado con Virgilio Bottero, Carlos M.
Fosalba (excelentes compañeros médicos hoy fallecidos) y algunos otros en un trabajo de
propaganda clandestina. Unos escribían, otros preparaban las matrices, Simón, recluido en la
casa de otro médico amigo, se dedicaba a imprimir a mimeógrafo ese material, que luego se
repartía de noche. Como consecuencia de su actividad contra la dictadura, fue detenido más
tarde y llevado a la isla de Flores, adonde habían sido reunidos los principales políticos
opositores. Cuando estos últimos recuperaron la libertad, Simón se quedó solo en la isla; el
dictador se acordaba de Falcón y tenía miedo. Pero no le tenían miedo al presidiario de
Ushuaia los hijitos del comandante de la isla, que se pasaban horas y horas con él y lo
querían. Llegó en ese entonces un ofrecimiento de asilo, acompañado de halagadoras
promesas, por parte de Rusia, que hubiera permitido a Simón recuperar su libertad y
asegurar su porvenir. El preso contestó que no podía aceptar ofrecimientos de un gobierno
que perseguía a sus compañeros. Trasladado a Montevideo y amenazado de deportación por
la ley de indeseables, fue defendido por el Dr. Frugoni, el líder del Partido Socialista
uruguayo, quien al final logró que lo pusieran en libertad.
Al año siguiente Simón nos dejó para irse a España a combatir contra Franco. Pero el resto
de la historia la contarán otros. A partir de la derrota española ya no supe muchas cosas de
él. Recibí la noticia de su llegada a México junto con una dirección; no le escribí enseguida y
el tiempo fue pasando. La carta que pensaba mandarle nunca fue escrita y aquella buena
amistad se transformó en recuerdo, uno de los mejores recuerdos de mi vida.
Luce Fabbri, 1956
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