Christian Jesus Ferrer
EN CONTRA Y A FAVOR (SEGUNDA PARTE)
Hay excedentes de vida que no tienen legitimidad ni destino. Son imposibles que afloran, aún cuando no haya lugar de espera. Comparecen a modo de objeciones al cálculo, la hostilidad y el desencuentro. A veces son incursiones, o inadaptaciones, o tanteos, en todo caso disconformidades, y de todos modos el mundo cambia por incomodidad, capricho y superposición de irresueltos, más algún que otro empujoncito. No hay rueda de la historia. Hay biografías, momentos de descreencia, fervores que crepitan y menguan, desviaciones en el camino y también cauces que revivifican, además de triunfadores y galeotes, y antes que se sepa qué o porqué ya todo está siendo dejado atrás: lo que se haga y se diga y se proyecte y se rememore para apuntalar el espejismo del presente sucumbe en impredecibles metamorfosis. Siempre sucede así. Quienes estudian los relieves históricos suelen enunciar hitos, líneas de necesidad, articulaciones genealógicas, pero no es imposible que ciertas irrupciones no tengan explicación, aunque puedan ser explicadas. No dan preaviso, aunque sí se percibe la trepidación en el subsuelo. Son asombros del tiempo. Luego, restan quemazones, testimonios y, con suerte, un lema que pasa de época en época. Y también hay desvanecidos que a veces vuelven de la muerte. Abandonada, una casa puede quedar “habitada”. Sobre los demás –los poderosos, las fuerzas políticas, los desguarnecidos– hay más certeza, porque sus regularidades, en sustancia, no se han descalibrado desde el tiempo en que los anarquistas se metieron en la historia.
De ellos emanaba un efluvio de ayuda recíproca, una llamada a descomprimir y no maltratar los sentimientos –o sea, el amor libre–, y además el augurio de un porvenir sin dolor, cuanto menos amenguado. Eran palabras confortantes y uno de los tantos gestos de mutuo reconocimiento al que alguna vez recurrieron era una mano entrelazada a otra y ambas levantadas a la altura de los ojos. Pero de los anarquistas también se abalanzaba un rayo jupiterino que contenía una sola invectiva: acabar con el mecanismo social. Ese mecanismo, se sabe, aúna la producción por la producción misma, la existencia de jerarquías simpáticas o férreas pero siempre soberbias y apartadas, y disfrutes en espacios y tiempos previamente establecidos que igual no apaciguan el orbe afectivo malogrado. Era, y sigue siendo, una rueda giratoria, “kármica”. Se acepta poner a votación quien manejará la manivela del mecanismo, o bien quien podría hacerla girar más lentamente. No mucho más. Esa rueda, desde antiguo, descarna a hombres, mujeres y niños, y el sistema de engranajes que le es consustancial impávidamente sustituye al caído o al obsoleto por un sustituto lozano y sacrificial como lo era el anterior. Por eso el anarquismo proclamaba el sueño de la cesación del mundo industrial, no el de su perfeccionamiento o el de la transferencia de su estatuto de propiedad. No importa que hayan aunado a los trabajadores en sociedades de socorros mutuos y de lucha, pretendían liberarlos de sus esclavitudes, y por completo. Y es curioso que hayan tenido escucha en este país, quizás porque, para cuando hicieron su aparición, había habido guerras, campos de degüello, evicción de indígenas de sus tierras y reparto de las mismas, envío a su ocaso de la forma de vida del gaucho, prostitución a granel, y mucho lucro extraído a expensas de los esfuerzos del inmigrante. Eran miles y miles y miles de gentes saqueadas o devastadas. Este era un país difícil por más que luego se porfiara en rememorarlo como tierra de promisión y rebosante de reses, granos y talleres, incluso aunque sepamos que en otros lugares, donde las matanzas eran de rango catastrófico, se la pasaba mucho peor. No obstante, los anarquistas no parecen haber dejado rastro. Dejaron huellas, sucesos, ejemplos, evocaciones, un poco de influencia, y algo parecido a una leyenda política, ya casi un enigma.
Alguien, alguna vez, dijo que los anarquistas pecaban por tener “exceso de razón”. Quiso decir que sus ideales (sociedades sin jerarquías, menos productivistas pero atenidas a pasiones sonrientes deslastradas de constreñimientos hipócritas) eran deseables pero imposibles. Más bien se podría decir que las ideas anarquistas se vuelven “impensables” cuando rige la codicia, el afán de “ascender socialmente”, y el temor a desafiar creencias políticas que parecen naturales o útiles aun cuando regularmente demuestren ser fracasos en toda la línea: falsas soluciones. Entre las muchas figuraciones que ha asumido el anarquismo, o que le han sido adosadas, y han sido muchas –lo inasequible, el espantajo, la intransigencia, el voluntarismo, lo excesivo, la cabeza de tormenta, lo políticamente fantástico, el albedrío irrestricto, la cuadratura del círculo–, una de ellas es la de perforación de muros, es decir el pasaje al otro lado de la realidad, que es ésta misma, sólo que transfigurada según posibilidades existenciales que son evidentes pero muy difíciles de aventurárselas, y entonces terminó viéndose en el anarquista al esperpento o al impetuoso –asunto de prontuario o trasnoche entonces–, y no al hechicero capaz de hacer divisar en las ciudades de agobio y disgusto la posibilidad cierta de un país de la cucaña aquí y ahora, pues bastaba con lo que había y con el instante inverosímil en que las almas se metamorfosearan por autonegación de lo adquirido. No por nada decían ellos que la anarquía era la más alta expresión del orden y eso a lo que llamaban “revolución” era factible una vez que la gran bestia humana fuera digerida por una mansedumbre aún más monumental, ya que la gramínea tarde o temprano se extiende hacia todos lados. Pero, ¿cómo era posible postular semejante idea? ¿Quién puede desgarrarse así, entre agresión afirmativa y donación o entrega, y con cuál vehemencia, con qué amor? Ya nadie lo sabe. Pero era el abecé del transformismo: lo abierto con lo abierto y en lo abierto, sin laberintos ni ergástulas. Al menos esa fue su acuñación. Lo cierto es que el anarquismo era el espejo mágico que se negaba a confirmar el “tabú de la realidad”, la supuesta inevitabilidad del mecanismo social, económico y afectivo que arrasa con las vidas de cada cual, incluyendo las de los animales, a los que ahora se empuja hacia el Apocalipsis, entendiendo que el cuerpo humano también porta su parte alícuota de animal. “Arrasar” significa que la existencia de la persona le es indiferente al mecanismo. “Arrasar” significa que producir y adquirir las mercancías que el mecanismo expele es casi el único índice de felicidad que importa. Al fin, “arrasar” significa que poner en duda al mecanismo equivale al dislate, sino a la traición.
Todas esas propuestas contraintuitivas no parecen amontar más que a una ilusión grandiosa pero impráctica, sólo emergida –y vigente– por causa de la inquietud que tarde o temprano asalta a cualquiera, la de sentirse inserto en una trampa de la cual no hay escapatoria posible más que por transfiguración absoluta del estado de cosas. Quién sabe. Hay añoranzas tan poderosas que a veces crean realidades y, además, de los laberintos se sale por arriba o cavando un pozo, nunca avanzando hacia adelante. Pero otra era la dirección de las cosas, y esa dirección, entonces como ahora, suponía reorganizar de cuajo paisajes, procesos laborales, estilos de vivir y signos en que confiar, no importa si el proceso en un tiempo arrastró multitudes –por millones– fuera de regiones autocráticas o cuasi-medievales para arrojárselas sobre espacios fraguados por la mina, la fábrica y el dirigismo, o si pasadas varias décadas esas mismas muchedumbres fueron empujadas de sus envases imperiales sólo para ser impelidas hacia nacionalismos o populismos o liberalismos modernizadores que ahora formatean países y programan vidas en nombre de lo inevitable, la serpiente que se muerde la cola, la “Historia”. En fin, es el mundo real, el de las fuerzas titánicas que arrean a la gente –lo hacen de veras: sin hesitar–, y en el cual quien no está escudado por algún organismo legal o ilegal está radicalmente desprotegido, y por eso mismo los anarquistas tenían a las alternativas políticas que actuaban en el ámbito de la representación, o que procuraban ingresar en esa escena y hasta ocuparla por completo, como empalmes del encastre. ¿Y acaso era posible otra cosa? ¿Y de qué le sirve a alguien ser recalcitrante?
Hay excedentes de vida que no tienen legitimidad ni destino. Son imposibles que afloran, aún cuando no haya lugar de espera. Comparecen a modo de objeciones al cálculo, la hostilidad y el desencuentro. A veces son incursiones, o inadaptaciones, o tanteos, en todo caso disconformidades, y de todos modos el mundo cambia por incomodidad, capricho y superposición de irresueltos, más algún que otro empujoncito. No hay rueda de la historia. Hay biografías, momentos de descreencia, fervores que crepitan y menguan, desviaciones en el camino y también cauces que revivifican, además de triunfadores y galeotes, y antes que se sepa qué o porqué ya todo está siendo dejado atrás: lo que se haga y se diga y se proyecte y se rememore para apuntalar el espejismo del presente sucumbe en impredecibles metamorfosis. Siempre sucede así. Quienes estudian los relieves históricos suelen enunciar hitos, líneas de necesidad, articulaciones genealógicas, pero no es imposible que ciertas irrupciones no tengan explicación, aunque puedan ser explicadas. No dan preaviso, aunque sí se percibe la trepidación en el subsuelo. Son asombros del tiempo. Luego, restan quemazones, testimonios y, con suerte, un lema que pasa de época en época. Y también hay desvanecidos que a veces vuelven de la muerte. Abandonada, una casa puede quedar “habitada”. Sobre los demás –los poderosos, las fuerzas políticas, los desguarnecidos– hay más certeza, porque sus regularidades, en sustancia, no se han descalibrado desde el tiempo en que los anarquistas se metieron en la historia.
De ellos emanaba un efluvio de ayuda recíproca, una llamada a descomprimir y no maltratar los sentimientos –o sea, el amor libre–, y además el augurio de un porvenir sin dolor, cuanto menos amenguado. Eran palabras confortantes y uno de los tantos gestos de mutuo reconocimiento al que alguna vez recurrieron era una mano entrelazada a otra y ambas levantadas a la altura de los ojos. Pero de los anarquistas también se abalanzaba un rayo jupiterino que contenía una sola invectiva: acabar con el mecanismo social. Ese mecanismo, se sabe, aúna la producción por la producción misma, la existencia de jerarquías simpáticas o férreas pero siempre soberbias y apartadas, y disfrutes en espacios y tiempos previamente establecidos que igual no apaciguan el orbe afectivo malogrado. Era, y sigue siendo, una rueda giratoria, “kármica”. Se acepta poner a votación quien manejará la manivela del mecanismo, o bien quien podría hacerla girar más lentamente. No mucho más. Esa rueda, desde antiguo, descarna a hombres, mujeres y niños, y el sistema de engranajes que le es consustancial impávidamente sustituye al caído o al obsoleto por un sustituto lozano y sacrificial como lo era el anterior. Por eso el anarquismo proclamaba el sueño de la cesación del mundo industrial, no el de su perfeccionamiento o el de la transferencia de su estatuto de propiedad. No importa que hayan aunado a los trabajadores en sociedades de socorros mutuos y de lucha, pretendían liberarlos de sus esclavitudes, y por completo. Y es curioso que hayan tenido escucha en este país, quizás porque, para cuando hicieron su aparición, había habido guerras, campos de degüello, evicción de indígenas de sus tierras y reparto de las mismas, envío a su ocaso de la forma de vida del gaucho, prostitución a granel, y mucho lucro extraído a expensas de los esfuerzos del inmigrante. Eran miles y miles y miles de gentes saqueadas o devastadas. Este era un país difícil por más que luego se porfiara en rememorarlo como tierra de promisión y rebosante de reses, granos y talleres, incluso aunque sepamos que en otros lugares, donde las matanzas eran de rango catastrófico, se la pasaba mucho peor. No obstante, los anarquistas no parecen haber dejado rastro. Dejaron huellas, sucesos, ejemplos, evocaciones, un poco de influencia, y algo parecido a una leyenda política, ya casi un enigma.
Alguien, alguna vez, dijo que los anarquistas pecaban por tener “exceso de razón”. Quiso decir que sus ideales (sociedades sin jerarquías, menos productivistas pero atenidas a pasiones sonrientes deslastradas de constreñimientos hipócritas) eran deseables pero imposibles. Más bien se podría decir que las ideas anarquistas se vuelven “impensables” cuando rige la codicia, el afán de “ascender socialmente”, y el temor a desafiar creencias políticas que parecen naturales o útiles aun cuando regularmente demuestren ser fracasos en toda la línea: falsas soluciones. Entre las muchas figuraciones que ha asumido el anarquismo, o que le han sido adosadas, y han sido muchas –lo inasequible, el espantajo, la intransigencia, el voluntarismo, lo excesivo, la cabeza de tormenta, lo políticamente fantástico, el albedrío irrestricto, la cuadratura del círculo–, una de ellas es la de perforación de muros, es decir el pasaje al otro lado de la realidad, que es ésta misma, sólo que transfigurada según posibilidades existenciales que son evidentes pero muy difíciles de aventurárselas, y entonces terminó viéndose en el anarquista al esperpento o al impetuoso –asunto de prontuario o trasnoche entonces–, y no al hechicero capaz de hacer divisar en las ciudades de agobio y disgusto la posibilidad cierta de un país de la cucaña aquí y ahora, pues bastaba con lo que había y con el instante inverosímil en que las almas se metamorfosearan por autonegación de lo adquirido. No por nada decían ellos que la anarquía era la más alta expresión del orden y eso a lo que llamaban “revolución” era factible una vez que la gran bestia humana fuera digerida por una mansedumbre aún más monumental, ya que la gramínea tarde o temprano se extiende hacia todos lados. Pero, ¿cómo era posible postular semejante idea? ¿Quién puede desgarrarse así, entre agresión afirmativa y donación o entrega, y con cuál vehemencia, con qué amor? Ya nadie lo sabe. Pero era el abecé del transformismo: lo abierto con lo abierto y en lo abierto, sin laberintos ni ergástulas. Al menos esa fue su acuñación. Lo cierto es que el anarquismo era el espejo mágico que se negaba a confirmar el “tabú de la realidad”, la supuesta inevitabilidad del mecanismo social, económico y afectivo que arrasa con las vidas de cada cual, incluyendo las de los animales, a los que ahora se empuja hacia el Apocalipsis, entendiendo que el cuerpo humano también porta su parte alícuota de animal. “Arrasar” significa que la existencia de la persona le es indiferente al mecanismo. “Arrasar” significa que producir y adquirir las mercancías que el mecanismo expele es casi el único índice de felicidad que importa. Al fin, “arrasar” significa que poner en duda al mecanismo equivale al dislate, sino a la traición.
Todas esas propuestas contraintuitivas no parecen amontar más que a una ilusión grandiosa pero impráctica, sólo emergida –y vigente– por causa de la inquietud que tarde o temprano asalta a cualquiera, la de sentirse inserto en una trampa de la cual no hay escapatoria posible más que por transfiguración absoluta del estado de cosas. Quién sabe. Hay añoranzas tan poderosas que a veces crean realidades y, además, de los laberintos se sale por arriba o cavando un pozo, nunca avanzando hacia adelante. Pero otra era la dirección de las cosas, y esa dirección, entonces como ahora, suponía reorganizar de cuajo paisajes, procesos laborales, estilos de vivir y signos en que confiar, no importa si el proceso en un tiempo arrastró multitudes –por millones– fuera de regiones autocráticas o cuasi-medievales para arrojárselas sobre espacios fraguados por la mina, la fábrica y el dirigismo, o si pasadas varias décadas esas mismas muchedumbres fueron empujadas de sus envases imperiales sólo para ser impelidas hacia nacionalismos o populismos o liberalismos modernizadores que ahora formatean países y programan vidas en nombre de lo inevitable, la serpiente que se muerde la cola, la “Historia”. En fin, es el mundo real, el de las fuerzas titánicas que arrean a la gente –lo hacen de veras: sin hesitar–, y en el cual quien no está escudado por algún organismo legal o ilegal está radicalmente desprotegido, y por eso mismo los anarquistas tenían a las alternativas políticas que actuaban en el ámbito de la representación, o que procuraban ingresar en esa escena y hasta ocuparla por completo, como empalmes del encastre. ¿Y acaso era posible otra cosa? ¿Y de qué le sirve a alguien ser recalcitrante?
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