Christian Jesus Ferrer
EN ARGENTINA, VISTOS DESDE LEJOS - PRIMERA PARTE
Es el primero de todos, uno que llegó en barco, como tantos otros, probablemente un “utopista”, seguramente animoso y pertrechado de libros; o es el siguiente, ya más fogueado y con furia en el alma, quizás un “communard”, en todo caso un perseguido; y el que le sucedió, ya con prontuario en su país de origen, quizás con nombre falso, y con alias, y de polizón, y desde ya munido de “ideas”, de “La Idea”, como gustaban llamar a sus principios, y entonces fue la primera estrella de las antípodas en este hemisferio, y quien sabe si previamente no zigzagueó por lugares tales como la costa dálmata, o la Besarabia, o el Egipto anglo-francés, o alguna isla antillana, siempre huyendo, expulsado o desterrado, incluso recién salido o fugado de una prisión, por no decir una fortaleza; y luego vino el “maximalista”, haya sido organizador de sindicatos por oficio o enemigo de toda organización, quizás vegetariano –lo eran muchos– y decidido a enfrentar a dioses, amos, patrones, tonsurados, galeritas y hombres de toga, y a los “pisaalfombras”, o sea los políticos y otras bifurcaciones del transigir, y para ello fundó periódicos y bibliotecas o estableció librerías y escuelas racionalistas u organizó disertaciones y veladas y cuadros filo-dramáticos y además llevó su evangelio hasta el último pueblo habitado de la “región argentina” y de paso cruzó las fronteras –a las que no reconocía– y voceó la buena nueva en el Uruguay y en Bolivia y en Chile; y de su costado, o antes, también se hizo oír una voz de mujer, no la sufragista sino una con arrojo de emancipada, lectora, que pudo haber sido obrera costurera o sombrerera o cigarrera o gustosa del amor libre o una que usó pantalones en público para molestar las costumbres de propios y ajenos; y además llegaron los que se quedaban por un rato, semanas, meses, unos pocos años, gente conectada o que hacía conexiones, viajeros o saltimbanquis entre ciudades, oradores algunos y otros con nuevas versiones del ideario en giras de propaganda y proselitismo, y no faltaron los que volvieron sobre sus pasos para cometer algún acto de locura; y luego advino, casi inconcebiblemente, el tiempo de la epifanía, el instante cumbre, cuando fueron un buen puñado de organizaciones importantes más ramales diversos y periódicos con tiradas de a miles y más y más afiliados e influyentes en las principales ciudades y hasta casi podían detenerlas y darlas vuelta; y tiempo después, ya sacudidos por censuras y persecuciones y derrotas, hubo “expropiadores”, hombres urgentes o temerarios o jugados o en arco voltaico con las zonas truculentas o bandoleras o irrecuperables de la cultura popular, pues en este país matreros y forajidos se transfiguran y siguen camino; y por cierto que sería inexcusable no incluir a los arrebatados momentáneos, con algo de románticos de otra época, como asimismo a los meramente incentivados por las máximas ácratas, imbuidas en su personalidad o temperamento, y de estos hubo numerosos y no han sido, hasta el momento, catalogados en demasía, terminaran donde hayan terminado sus vidas y sus ideas; y por no decir una palabra de menos, ha de mencionarse a los caballos locos, como los del ajedrez, pero muy salidos de sus casillas –la policía los tenía muy en cuenta–, y, a su vez, a los sensatos o refractarios al sectarismo, que no sólo se despreocuparon de combatir al carnaval o el consumo de alcohol sino que intentaron mancomunar esfuerzos con las novedades de los tiempos, o con su aire, aunque haya sido viento contrario, y ciertamente poco es lo que lograron, incluso cuando cambiaron de bando hacia algún efímero impromptu yrigoyenista, o enancándose en el rayo bolchevique, o contentados por el batllismo en la vecina Banda Oriental, o bien, aquí, por la sempiterna seducción del justicialismo peronista; y pasados los años y ya menguadas sus huestes, los que se dedicaron a modernizar la doctrina, haciendo amalgamas con ciertas sociologías y filosofías que se revelaron medio infundadas o poco sólidas; y después fueron quedando los que, casi sin esperanza pero con orgullo o cabeza dura –sin exceptuar la desorientación– no concedieron placet a los entusiasmos de las mayorías; y todavía podrían enumerarse los destellos libertarios que otorgaron atractivo a las efímeras pero constantes contraculturas que han sobrevenido en el último medio siglo; y al fin, cuando la crisis del año 2001, quienes se congregaron momentáneamente ansiando alguna suerte de política no estatalista, aunque no siempre la buscaran en autores libertarios sino en decepcionados de las rancias recetas comunistas o en descubridores de multitudes desengañadas de sus siempre renovados votos. Y todavía quedan algunos. Entonces, estamos en el siglo XIX, y en el XX, y ahora, en un sin-tiempo. Y no se puede decir que hayan sido muchos, pero fueron los suficientes y necesarios aunque a la distancia parezcan inconcebibles, sobrenaturalmente reales. Cisnes negros de su tiempo.
Es el primero de todos, uno que llegó en barco, como tantos otros, probablemente un “utopista”, seguramente animoso y pertrechado de libros; o es el siguiente, ya más fogueado y con furia en el alma, quizás un “communard”, en todo caso un perseguido; y el que le sucedió, ya con prontuario en su país de origen, quizás con nombre falso, y con alias, y de polizón, y desde ya munido de “ideas”, de “La Idea”, como gustaban llamar a sus principios, y entonces fue la primera estrella de las antípodas en este hemisferio, y quien sabe si previamente no zigzagueó por lugares tales como la costa dálmata, o la Besarabia, o el Egipto anglo-francés, o alguna isla antillana, siempre huyendo, expulsado o desterrado, incluso recién salido o fugado de una prisión, por no decir una fortaleza; y luego vino el “maximalista”, haya sido organizador de sindicatos por oficio o enemigo de toda organización, quizás vegetariano –lo eran muchos– y decidido a enfrentar a dioses, amos, patrones, tonsurados, galeritas y hombres de toga, y a los “pisaalfombras”, o sea los políticos y otras bifurcaciones del transigir, y para ello fundó periódicos y bibliotecas o estableció librerías y escuelas racionalistas u organizó disertaciones y veladas y cuadros filo-dramáticos y además llevó su evangelio hasta el último pueblo habitado de la “región argentina” y de paso cruzó las fronteras –a las que no reconocía– y voceó la buena nueva en el Uruguay y en Bolivia y en Chile; y de su costado, o antes, también se hizo oír una voz de mujer, no la sufragista sino una con arrojo de emancipada, lectora, que pudo haber sido obrera costurera o sombrerera o cigarrera o gustosa del amor libre o una que usó pantalones en público para molestar las costumbres de propios y ajenos; y además llegaron los que se quedaban por un rato, semanas, meses, unos pocos años, gente conectada o que hacía conexiones, viajeros o saltimbanquis entre ciudades, oradores algunos y otros con nuevas versiones del ideario en giras de propaganda y proselitismo, y no faltaron los que volvieron sobre sus pasos para cometer algún acto de locura; y luego advino, casi inconcebiblemente, el tiempo de la epifanía, el instante cumbre, cuando fueron un buen puñado de organizaciones importantes más ramales diversos y periódicos con tiradas de a miles y más y más afiliados e influyentes en las principales ciudades y hasta casi podían detenerlas y darlas vuelta; y tiempo después, ya sacudidos por censuras y persecuciones y derrotas, hubo “expropiadores”, hombres urgentes o temerarios o jugados o en arco voltaico con las zonas truculentas o bandoleras o irrecuperables de la cultura popular, pues en este país matreros y forajidos se transfiguran y siguen camino; y por cierto que sería inexcusable no incluir a los arrebatados momentáneos, con algo de románticos de otra época, como asimismo a los meramente incentivados por las máximas ácratas, imbuidas en su personalidad o temperamento, y de estos hubo numerosos y no han sido, hasta el momento, catalogados en demasía, terminaran donde hayan terminado sus vidas y sus ideas; y por no decir una palabra de menos, ha de mencionarse a los caballos locos, como los del ajedrez, pero muy salidos de sus casillas –la policía los tenía muy en cuenta–, y, a su vez, a los sensatos o refractarios al sectarismo, que no sólo se despreocuparon de combatir al carnaval o el consumo de alcohol sino que intentaron mancomunar esfuerzos con las novedades de los tiempos, o con su aire, aunque haya sido viento contrario, y ciertamente poco es lo que lograron, incluso cuando cambiaron de bando hacia algún efímero impromptu yrigoyenista, o enancándose en el rayo bolchevique, o contentados por el batllismo en la vecina Banda Oriental, o bien, aquí, por la sempiterna seducción del justicialismo peronista; y pasados los años y ya menguadas sus huestes, los que se dedicaron a modernizar la doctrina, haciendo amalgamas con ciertas sociologías y filosofías que se revelaron medio infundadas o poco sólidas; y después fueron quedando los que, casi sin esperanza pero con orgullo o cabeza dura –sin exceptuar la desorientación– no concedieron placet a los entusiasmos de las mayorías; y todavía podrían enumerarse los destellos libertarios que otorgaron atractivo a las efímeras pero constantes contraculturas que han sobrevenido en el último medio siglo; y al fin, cuando la crisis del año 2001, quienes se congregaron momentáneamente ansiando alguna suerte de política no estatalista, aunque no siempre la buscaran en autores libertarios sino en decepcionados de las rancias recetas comunistas o en descubridores de multitudes desengañadas de sus siempre renovados votos. Y todavía quedan algunos. Entonces, estamos en el siglo XIX, y en el XX, y ahora, en un sin-tiempo. Y no se puede decir que hayan sido muchos, pero fueron los suficientes y necesarios aunque a la distancia parezcan inconcebibles, sobrenaturalmente reales. Cisnes negros de su tiempo.
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