Christian Jesus Ferrer
ANTISOCIALES - TERCERA PARTE
De acuerdo a los convencionalismos de nuestra época, al menos los que son voceados en ámbitos donde tallan fuerte los formadores de opinión, el anarquismo suele ser embutido en el casillero de la “anti-política”. El concepto –una imputación, o sea una descalificación, por cierto hecha extensa a otra gente– tiene larga prosapia (se decía “antisistema”, y antes aún, “antisocial”) y a veces resurge con palabras apenas distintas, pero ya los bolcheviques, hoy esfumados del mapa, se habían fastidiado cien años atrás ante el desprecio de los anarquistas por la actividad política, es decir la conquista del Estado. La espontaneidad y la improvisación resultaban ser contraindicaciones. Para casi todos, la renuencia libertaria significaba renunciar a la política como servicio ofrendado a la comunidad por personas con conciencia de misión, sea que ocuparan puestos en el gobierno o fuesen opositores desocupados y con expectativas de sustituir a los otros. Pero llamar “política” o “anti-política” a la tradición anarquista es improcedente. Ellos diferenciaban nítidamente lo “político” de lo “social”. La revolución que preconizaban era “social”, lo que quiere decir que anteponían una subversión cultural de la forma de vivir a cualquier propósito de “toma del poder” o de “representación” de víctimas o pueblos enteros. Su revolución ideal era aquella que ocurriría cuando hasta el último de los habitantes del planeta se hubiera vuelto libertario. Quizás por eso le concedían tanta importancia a “dar ejemplo”.
Lo que estaba y está en juego no es la posibilidad o dificultad de alguna variante de la democracia directa (piénsese en los actuales entusiastas de las “redes” sociales), ni la necesidad o indeseabilidad de dirigencias y tecnocracias operativas y eficaces que se ocupen de gestionar empresas públicas o privadas en sociedades complejas y dotadas incluso de ciberespacio, sino otra cosa muy distinta: la pertinencia o impertinencia de rasgar un tabú específico, de dejar expuesto su mecanismo, como en una autopsia, y es el de la política como arte de administrar el estado de cosas en beneficio de los dueños de casi todo lo que hay –menos las sobras– y cuidando que todos cumplan con su rutina –incluso con su numerito– y que nadie haga más espamento del permitido, o del que pueda ser reabsorbido. Al menos, esa fue la tarea desacralizadora que se habían impuesto a sí mismos los anarquistas. En todo caso, todo sistema político designa un “exterior” a sí mismo, tolerable y hasta posible de atizársele en tanto y en cuanto funja de partenaire que dé el pie y no se pase de la raya. Así es el escenario, conectado a las “revoluciones productivas” de hoy en día, pues una vez terminada la “Guerra Fría” llegaron las guerras “económicas” y tal parece que eso es lo único que hay en el horizonte. En todo caso, es la retórica de la actualidad.
Los anarquistas descreían que el Estado pudiera satisfacer lo que proclamaba: la felicidad social por adecuada gestión de la cosa pública en función del “bien común”, pues los intereses y pasiones que se condensan en los órdenes jerárquicos tienden al beneficio de ciertas fracciones y es arbitrado por aquellos que cortan el bacalao, y para eso se establecieron modalidades de represión, contención, tolerancia o encauzamiento, como los hay ahora de vigilancia y control, un tanto más subrepticios, y de compelimiento al pasatiempo sistemático. Como estos recursos son insuficientes para que un príncipe o estadista administre almas, territorios y riquezas en paz, los estados modernos disponen de especialistas en medir el sufrimiento para trocarlo por subsidios y auxilios a fin de que nadie se sienta del todo fuera. El “Estado” no es un lugar o “aparato” o ideal, sino un electrizador de la imaginación piramidal, concéntrica, de ascensión instituyente, que se pondera mejor por su “afuera”, aquello que deserta o se evade de sus coordenadas. Aunque muy persistente fue la obsesión de los anarquistas con respecto a los poderes de Estado, y a la inversa, la autodeterminación que tanto propagaron suponía, más que el desmoche de cimas, otro modo de mancomunar y de vivir. La idea anarquista era inusitada: eliminar las instituciones y prácticas que fuesen coherentes con la agresividad de los seres humanos, y esos impulsores de la hostilidad de todos contra todos eran la guerra, el productivismo, la codicia, el escalafón y el déficit de deleites. Había que amansar un mundo de cizaña, desgaste y desesperación.
Las bancadas conservadores de comienzos del siglo XX decían que los anarquistas eran “foráneos”, y también “maximalistas” que no se conformaban con los saldos del progreso y otras obras de beneficencia. La cuestión es que, a los anarquistas, el ámbito de lo posible era algo que los tenía muy sin cuidado. Una cosa es verse forzado a sobrevivir en tierra inhóspita y otra muy distinta aceptarla como una realidad inapelable tan sólo por poderosa. En su pendular, el “posibilismo” a veces se impulsa hacia un lado, a veces hacia el otro. Hay tiempos en que se toma algún riesgo y entonces se esquila un poco a los esquiladores y ciertas transgresiones son reglamentadas por ley, pero todo suele culminar en reconstitución de límites mesuradamente insuficientes. Y dado que lo posible tarde o temprano se vuelve insufrible, cuanto menos enojoso, no puede ser aceptado sin retóricas que hagan de gozne, y desde ya que quienes las emiten y quienes las escuchan están de acuerdo en transformarlas en moneda circulante, en tanto y en cuanto algunas políticas públicas funcionen. Cuando ya no lo hacen, hay que prestar oídos a nuevas ofertas y se cambia el ángulo de decepción. No hay antídotos contra este proceso, sólo mancomunar fuerzas y esfuerzos en grupos de afines, donde dejar obra y huella. Vínculos de confianza de donde no huya la vida, pues hay ya demasiados círculos infernales, que en el mejor de los casos incomodan un poco, y en peor, son constrictores. En cuanto a los túneles de fuga, pueden resultar ser cañerías de acequia que reconducen magma y escoria a una base de reciclaje, así como los encargados de velar por la seguridad pública de ser preciso inducen la inseguridad con el objetivo de reinstaurar la paz quebrantada, a lo sumo una década de tregua. Por su parte, los apósitos amortiguan la ampolla, pero no al mecanismo de fricción que la causa.
De acuerdo a los convencionalismos de nuestra época, al menos los que son voceados en ámbitos donde tallan fuerte los formadores de opinión, el anarquismo suele ser embutido en el casillero de la “anti-política”. El concepto –una imputación, o sea una descalificación, por cierto hecha extensa a otra gente– tiene larga prosapia (se decía “antisistema”, y antes aún, “antisocial”) y a veces resurge con palabras apenas distintas, pero ya los bolcheviques, hoy esfumados del mapa, se habían fastidiado cien años atrás ante el desprecio de los anarquistas por la actividad política, es decir la conquista del Estado. La espontaneidad y la improvisación resultaban ser contraindicaciones. Para casi todos, la renuencia libertaria significaba renunciar a la política como servicio ofrendado a la comunidad por personas con conciencia de misión, sea que ocuparan puestos en el gobierno o fuesen opositores desocupados y con expectativas de sustituir a los otros. Pero llamar “política” o “anti-política” a la tradición anarquista es improcedente. Ellos diferenciaban nítidamente lo “político” de lo “social”. La revolución que preconizaban era “social”, lo que quiere decir que anteponían una subversión cultural de la forma de vivir a cualquier propósito de “toma del poder” o de “representación” de víctimas o pueblos enteros. Su revolución ideal era aquella que ocurriría cuando hasta el último de los habitantes del planeta se hubiera vuelto libertario. Quizás por eso le concedían tanta importancia a “dar ejemplo”.
Lo que estaba y está en juego no es la posibilidad o dificultad de alguna variante de la democracia directa (piénsese en los actuales entusiastas de las “redes” sociales), ni la necesidad o indeseabilidad de dirigencias y tecnocracias operativas y eficaces que se ocupen de gestionar empresas públicas o privadas en sociedades complejas y dotadas incluso de ciberespacio, sino otra cosa muy distinta: la pertinencia o impertinencia de rasgar un tabú específico, de dejar expuesto su mecanismo, como en una autopsia, y es el de la política como arte de administrar el estado de cosas en beneficio de los dueños de casi todo lo que hay –menos las sobras– y cuidando que todos cumplan con su rutina –incluso con su numerito– y que nadie haga más espamento del permitido, o del que pueda ser reabsorbido. Al menos, esa fue la tarea desacralizadora que se habían impuesto a sí mismos los anarquistas. En todo caso, todo sistema político designa un “exterior” a sí mismo, tolerable y hasta posible de atizársele en tanto y en cuanto funja de partenaire que dé el pie y no se pase de la raya. Así es el escenario, conectado a las “revoluciones productivas” de hoy en día, pues una vez terminada la “Guerra Fría” llegaron las guerras “económicas” y tal parece que eso es lo único que hay en el horizonte. En todo caso, es la retórica de la actualidad.
Los anarquistas descreían que el Estado pudiera satisfacer lo que proclamaba: la felicidad social por adecuada gestión de la cosa pública en función del “bien común”, pues los intereses y pasiones que se condensan en los órdenes jerárquicos tienden al beneficio de ciertas fracciones y es arbitrado por aquellos que cortan el bacalao, y para eso se establecieron modalidades de represión, contención, tolerancia o encauzamiento, como los hay ahora de vigilancia y control, un tanto más subrepticios, y de compelimiento al pasatiempo sistemático. Como estos recursos son insuficientes para que un príncipe o estadista administre almas, territorios y riquezas en paz, los estados modernos disponen de especialistas en medir el sufrimiento para trocarlo por subsidios y auxilios a fin de que nadie se sienta del todo fuera. El “Estado” no es un lugar o “aparato” o ideal, sino un electrizador de la imaginación piramidal, concéntrica, de ascensión instituyente, que se pondera mejor por su “afuera”, aquello que deserta o se evade de sus coordenadas. Aunque muy persistente fue la obsesión de los anarquistas con respecto a los poderes de Estado, y a la inversa, la autodeterminación que tanto propagaron suponía, más que el desmoche de cimas, otro modo de mancomunar y de vivir. La idea anarquista era inusitada: eliminar las instituciones y prácticas que fuesen coherentes con la agresividad de los seres humanos, y esos impulsores de la hostilidad de todos contra todos eran la guerra, el productivismo, la codicia, el escalafón y el déficit de deleites. Había que amansar un mundo de cizaña, desgaste y desesperación.
Las bancadas conservadores de comienzos del siglo XX decían que los anarquistas eran “foráneos”, y también “maximalistas” que no se conformaban con los saldos del progreso y otras obras de beneficencia. La cuestión es que, a los anarquistas, el ámbito de lo posible era algo que los tenía muy sin cuidado. Una cosa es verse forzado a sobrevivir en tierra inhóspita y otra muy distinta aceptarla como una realidad inapelable tan sólo por poderosa. En su pendular, el “posibilismo” a veces se impulsa hacia un lado, a veces hacia el otro. Hay tiempos en que se toma algún riesgo y entonces se esquila un poco a los esquiladores y ciertas transgresiones son reglamentadas por ley, pero todo suele culminar en reconstitución de límites mesuradamente insuficientes. Y dado que lo posible tarde o temprano se vuelve insufrible, cuanto menos enojoso, no puede ser aceptado sin retóricas que hagan de gozne, y desde ya que quienes las emiten y quienes las escuchan están de acuerdo en transformarlas en moneda circulante, en tanto y en cuanto algunas políticas públicas funcionen. Cuando ya no lo hacen, hay que prestar oídos a nuevas ofertas y se cambia el ángulo de decepción. No hay antídotos contra este proceso, sólo mancomunar fuerzas y esfuerzos en grupos de afines, donde dejar obra y huella. Vínculos de confianza de donde no huya la vida, pues hay ya demasiados círculos infernales, que en el mejor de los casos incomodan un poco, y en peor, son constrictores. En cuanto a los túneles de fuga, pueden resultar ser cañerías de acequia que reconducen magma y escoria a una base de reciclaje, así como los encargados de velar por la seguridad pública de ser preciso inducen la inseguridad con el objetivo de reinstaurar la paz quebrantada, a lo sumo una década de tregua. Por su parte, los apósitos amortiguan la ampolla, pero no al mecanismo de fricción que la causa.
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